sábado, 20 de junio de 2009

El cardenal culé


Tomás Cuesta en ABC


Hay quien sospecha que monseñor Sistach, al denunciar la estampida de millones que ha sacado de quicio al mercado futbolero, respira por la herida del forofo en vez de plantearse un problema de conciencia. La gente del común, que suele hacer más caso a las revelaciones deportivas que a las verdades reveladas en el Evangelio, no ignora que el cardenal barcelonés es culé hasta los tuétanos y que el supino desparpajo con el que Florentino maneja la chequera desluce, en cierto modo, el aura deslumbrante del equipo que anida en sus pías entretelas. El mismo que, este año, fue coronado en Roma -¡en Roma, nada menos!- como la octava maravilla del planeta césped. Huelga añadir que, de primeras dadas, el argumento es tan rastrero que lesiona la integridad espiritual de uno de los príncipes de la Santa Madre Iglesia.
Pero, ¿y si resulta que la razón está de parte de los que le canean y Sistach, en efecto, es la boca de ganso del poder, el fervoroso acólito, la coartada trascendente? Podría pensarse, entonces, que se ha rasgado la casulla no por imperativos de índole moral, sino por consideraciones de consumo interno. En ese caso, tildar de escandaloso que, mientras escasea el pan, se derrochen fortunas en «circenses», sería reeditar, en clave periférica, algo que, hace centurias, alcanzó a ser un género: el menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Todo lo cual -burla burlando y sin querer queriendo- nos lleva de cabeza a una conclusión desolada y perversa. Sistach considera que ganar el cielo es salir bajo palco del Camp Nou flanqueado por hinchas a falta de feligreses. El palco, a fin de cuentas, es una especie de palio posmoderno. Solemne, confortable, climatizado y con merienda.
Dicho sea en honor a la verdad (la verdad, aunque huela), monseñor Sistach no se ha enfrentado con excesiva vehemencia a la torva cuadrilla de sayones que aplica la Escritura con literalidad usurera -«Se repartieron mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes»- y que amenaza con dejar a este país en cueros muertos. En pelota picada. «"In puris naturalibus», metidos a aventar ecos canónigos e incensar el ambiente. Tampoco ha defendido (no ya a capa y espada, que al cabo monseñor no es un guerrero, mas ni siquiera a capa y solideo) el cristianísimo precepto que exige que los ricos socorran a los débiles. Ni ha reivindicado el derecho que asiste todos los creyentes -y a los no creyentes, por supuesto- a rezar bien sea el Parenostre, o bien el Padrenuestro, según lo que les pete y lo que les pidan sus adentros.
Para el carro, Ben-Hur, que te condenas. El peligro que entrañan los vaniloquios balompédicos es que comienzas por sacar de centro y, en el fragor de la batalla, caes a los extremos. Tal cual le ha sucedido a monseñor Sistach al darle una colleja al César Pérez y no darle lo suyo a los idólatras domésticos que falsifican las tablas de la ley o se las pasan por el forro, lo que mejor convenga. Con el pastón que ha fundido el tripartito en informes ficticios, remesas de condones, cochazos fantasmales (con fantasma de serie), alardes patrióticos y lavanderías de cerebros, se compran a Ronaldo, a Ribéry e, incluso, a don Alfredo Di Stéfano. Empero, el cardenal no salta del banquillo cuando es su rebaño el que esquilma la hierba y se encocora, en cambio, al descubrir la paja en ojo ajeno.
Así tratan ciertos jerarcas eclesiásticos a los únicos profesionales que todavía se santiguan antes de ir a por faena. Sepulcros blanqueados. ¿Blanqueados? Ahí le duele.

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