miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un asunto poco edificante


La opinión de Antoni Segura en El Periódico de Catalunya.

Es como una maldición: el barcelonismo tiene una tendencia obsesiva al pesimismo, y sus juntas directivas, a la autodestrucción, lo cual, a menudo y por desgracia, acaba afectando a los resultados deportivos. Ahora que todo iba sobre ruedas surge el asunto de la investigación a los vicepresidentes, que, aunque no se quiera ni fuera esta la intención, daña la imagen del club.
Joan Laporta acertó cuando tomó la decisión de confiar a Josep Guardiola el primer equipo de fútbol. Los resultados no solo no se hicieron esperar, sino que el primer año, la temporada 2008-2009, consiguió lo que ningún otro club de España ha logrado jamás: ganar la Liga, la Champions y la Copa del Rey, que han sido rematadas con las dos Supercopas con las que se inició la actual temporada. Igualmente, este año se ha podido también reducir el déficit que dejó en herencia la junta directiva anterior.

Es como si todo fuera excesivamente bien y el pesimismo del socio blaugrana se hubiese desvanecido ante el juego modélico e inapelable que despliega el primer equipo. Demasiado bien. Y en esto llegó el entorno. Aquel entorno del que tantas veces se había quejado Johan Cruyff cuando era entrenador. El problema es que el entorno ahora surge desde dentro de la propia junta directiva. No existen motivos para dudar de la legalidad de las medidas llevadas a cabo por Joan Oliver, director general del club, pero las explicaciones son demasiado confusas para no dudar de la oportunidad y de la legitimidad de unos hechos que se remontan a la pasada primavera y que no se han hecho públicos hasta ahora, cuando EL PERIÓDICO los ha dado a conocer. Así, el pasado mes de abril se encargó a una agencia de detectives que realizara, en palabras de Joan Oliver, «auditorías de seguridad» –informes a partir de un seguimiento de las actividades empresariales y económicas y de la situación patrimonial, judicial y fiscal de una persona, según la documentación oficial disponible–, a cuatro vicepresidentes ante la sospecha de que uno de ellos era objeto de seguimiento por parte de desconocidos,lo que parece que no ha sido demostrado, puesto que, si hubiese sido el caso, se habría puesto en conocimiento de los Mossos d’Esquadra dados los precedentes de amenazas a Joan Laporta y del robo de su ordenador personal.
El problema surge porque ninguno de los otros tres vicepresidentes es advertido ni consultado sobre la investigación iniciada, de la cual, al parecer, no tenía conocimiento ni el propio presidente. Además, se trata de los cuatro vicepresidentes que aspiran a encabezar una candidatura continuista en las elecciones del próximo año, a pesar de que Joan Oliver ha insistido en que se trata de un proceso de seguridad normal que no tiene nada que ver con las elecciones. Entonces, si no tiene nada que ver con las elecciones, ¿por qué no se ha aplicado el mismo proceso al otro vicepresidente o al resto de miembros de la junta con independencia de que aspiren o no a la presidencia? Y si, en contra de lo que se dice, el proceso de investigación sí tiene que ver con las elecciones, entonces, ¿cómo puede justificarse el despilfarro de recursos del club –del socio en última instancia– en unas investigaciones que solo afectan a los candidatos continuistas?

En definitiva, un desafortunado asunto que amenaza con desestabilizar al club apenas iniciada la nueva temporada y que daña terriblemente su imagen: ¿cómo serán las relaciones dentro de una junta en la que se realizan operaciones de seguimiento –por muy legales que sean– de cuatro vicepresidentes sin ponerlo en conocimiento de tres de los afectados y del propio presidente?, ¿cuál es la imagen de un club en el que su director general contrata a una agencia de detectives para realizar «auditorías de seguridad» de cuatro de los cinco vicepresidentes sin que lo sepa la junta directiva? ¿Cuál es, en suma, la imagen que proyecta una junta directiva
–y por extensión el propio club– donde los candidatos continuistas son sometidos, sin consentimiento, a operaciones de seguimiento? Y esto, sin duda, es lo que más le duele al socio, que se siente orgulloso de pertenecer a un club en el que, afortunadamente, no se daban las prácticas poco convencionales y al filo de la legalidad que son habituales en otros. Esto, entre otras cosas, como la referencia al catalanismo, los valores democráticos y la solidaridad, hacían del Barça más que un club. Y ser más que un club exige también transparencia, que, en este caso, no se ha dado. Y exige también la elegancia de saber estar a la altura de las circunstancias para reconocer los errores, afrontar sus consecuencias y no dar pie a nuevas especulaciones. Pero, desgraciadamente, Joan Oliver estuvo solo en la rueda de prensa del jueves
–y resulta difícil creer que sea el único responsable de esa torpe operación–, ya que ni el presidente ni ningún miembro de la junta asistieron para apoyarle.

El barcelonismo está viviendo con desasosiego lo que tiene todos los visos de ser una lucha fratricida dentro de la junta por la continuidad, y con más inquietud todavía que la mala imagen que se está dando estos días acabe contagiando al proyecto de Josep Guardiola. Se echa en falta, además, el coraje necesario para dar las explicaciones pertinentes más allá de las declaraciones que pueda hacer Joan Oliver.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Guardiola barre lo que Laporta ensucia



El humor de Caye en Sport.

martes, 8 de septiembre de 2009

martes, 1 de septiembre de 2009

Uno de los Barças más catalanistas de la historia


http://www.vozbcn.com/2009/09/01/8130/laporta-barca-catalanista-universal/

El fútbol es lo que parece


Miquel Porta Perales en ABC


EN mayor o menor medida, el deporte siempre ha llamado la atención de filósofos, sociólogos y psicólogos. Por ceñirnos a la época contemporánea, la filosofía alemana de la primera mitad del siglo XX quizá fue la primera en percibir la importancia que el deporte iba cobrando día a día. Si Max Scheler llamaba la atención sobre «ese poderoso fenómeno supranacional de la época actual que ha crecido inconmensurablemente en magnitud y aprecio», Norbert Elias preguntaba cómo «explicar que un entretenimiento inglés denominado sport pudiera servir como modelo del ocio a escala mundial». Por su parte, Theodor Adorno y Jürgen Habermas relacionaban la práctica del deporte con la aparición del tiempo libre en una sociedad capitalista que necesitaba ocupar el ocio de los trabajadores. Para la psicología y la etología austriacas, el deporte reprimía y desviaba la actividad sexual de la juventud (Sigmund Freud) o sublimaba los instintos agresivos del ser humano (Konrad Lorenz). Finalmente, José Ortega y Gasset avanzaba que la existencia del hombre-masa giraría en torno al deporte.
Tan prometedoras intenciones -el llamar la atención de unos y otros pensadores sobre el deporte- se tradujeron en dos maneras de entender el hecho deportivo: la higienista y la disciplinaria. La hipótesis higienista -auspiciada por Pierre de Coubertin y, en cierta manera, por un José Ortega y Gasset que probablemente encuentra su inspiración en Aristóteles- concibe el deporte como cultivo y mejora del cuerpo, como un ejercicio de superación individual y moral, como la búsqueda de la convivencia entre los hombres, los pueblos y las culturas. La versión higienista radical sostiene que el deporte puede ser un buen instrumento en la consecución de la paz y la fraternidad universales. La hipótesis higienista -el deporte como resumen y compendio de virtudes sin límite, el deporte como ética del ganador y el perdedor- tiene su reverso en la hipótesis disciplinaria. Para dicha hipótesis -un poco de teoría crítica a la manera de Theodor Adorno, una buena dosis de la teoría marxista del aparato ideológico de Estado, unas gotas de psicología freudiana-, el deporte disciplina la sociedad gracias a determinados valores que le son inherentes: el trabajo, el esfuerzo, la superación, la competencia, la producción, el objetivo, la organización, la disciplina, la sumisión, el triunfo, el éxito. Unos valores que, precisamente, son los que necesita el orden capitalista establecido para consolidarse. Hay, incluso, quien ha visto en el fútbol -el portero, el defensa, el centrocampista y el delantero- el resumen y compendio de estos valores. La versión disciplinaria radical afirma que el deporte responde a las necesidades de una civilización técnica y totalitaria que precisa embrutecer al ciudadano. Y afirma también, a la manera de Marx, que el deporte es una suerte de diazepam ideológico que aliena a los ciudadanos disimulando y escondiendo los problemas reales y proponiendo satisfacciones ilusorias.
Llegados a este punto, resulta ineludible formular la pregunta: ¿qué hipótesis -la higienista o la disciplinaria- cabe contemplar como plausible? Ni la una, ni la otra. El deporte del siglo XXI, por decirlo a la manera de Karl Popper, está falsando las conjeturas de unos y otros (sin descartar que algo pueda quedar de unos y otros). Y es que el deporte no es lo que dicen unos intérpretes ideológicamente sesgados, sino que es lo que parece. Lo que se observa. Tomemos el fútbol como ejemplo. Como paradigma. Más allá del rectángulo de juego, el fútbol es lo que parece. Es decir, la prueba de un mundo globalizado en que las mercancías traspasan fronteras, un negocio que busca dividendos, la expresión y afirmación de una identidad colectiva, una terapia para superar determinados conflictos.
El fútbol es la prueba de un mundo globalizado, porque él mismo se ha convertido en una mercancía que, con la impagable ayuda de la televisión -¿un caso de teleadicción?-, está colonizando el mundo entero. Y no es exagerado hablar de colonialismo si tenemos en cuenta que la FIFA mantiene una relación casi colonial con las federaciones del Tercer Mundo y que los países del Norte importan jugadores del Sur y exportan giras de clubes, futbolistas en declive, entrenadores, tácticas y gadgets diversos muchos de ellos fabricados, por cierto, en el Sur. El fútbol es un negocio que busca dividendos al gestionarse empresarialmente, negociar y renegociar contratos al alza o a la baja según sea la coyuntura, realizar fichajes estrella con la intención de obtener réditos deportivos y extradeportivos, endeudarse, cotizar en bolsa, vender derechos televisivos, convertir el estadio en una suerte de parque temático para rentabilizarlo más y mejor, patrocinar buenas causas, usar y abusar del merchandising, explorar nuevos mercados para la exportación. El fútbol es la expresión y afirmación de una identidad colectiva que se manifiesta exaltando lo propio en el estadio, consagrando las selecciones y los héroes nacionales. Por cierto, en este combate entre naciones -los comportamientos colectivos multiplican las desmesuras individuales- ha habido más de una denominada «guerra del fútbol». Sin por ello rizar el rizo, la identidad de un pueblo puede percibirse también a la contra del fútbol. En los Estados Unidos, por ejemplo. ¿Por qué -a pesar de las campañas impulsoras- el fútbol no cuaja en los Estados Unidos? Porque allí el fútbol se considera un deporte de emigrados, porque el norteamericano echa en falta en el fútbol cosas como la espectacularidad del placaje o el touchdown, porque en el fútbol pasan pocas cosas durante largos períodos de tiempo y hay demasiados empates. Tan es así, que una de las formas de integración de los emigrantes en la nación estadounidense pasa por la adopción de deportes nacionales como el béisbol o el fútbol americano. Prosigamos. El fútbol es una terapia -bálsamo o placebo- que permite apaciguar determinadas frustraciones individuales y sociales -con sus correspondientes pulsiones agresivas cuando existen- por medio de una serie de comportamientos afirmativos como gritos, insultos, cánticos y desfiles que exaltan lo propio y denostan lo ajeno. La versión patológica de este comportamiento lo ejemplifica un vandalismo metropolitano -autista, sin contenido ni justificación- que expresa las tendencias nihilistas y autodestructivas del ser humano así como el afán de notoriedad de quien sólo existe en la medida que destruye.
Se ha dicho que el fútbol -el deporte, si se prefiere- es una metáfora de nuestro tiempo. Sea. Y, al parecer, hay mucha gente que no puede vivir sin él. Lo escribió hace un tiempo el novelista Luis Landero: «Acaba la Liga y las tardes del domingo adquieren la misma desolación existencial que tuvieron en nuestra adolescencia, cuando todavía no habíamos descubierto los carruseles de la radio, con griterío de conexiones urgentes entre anuncios de brandis i de cacaos, y uno se dedicaba a navegar a la deriva por el barrio». El fútbol -el deporte- moviliza gente, energías, emociones, dinero y papel. Y no es una casualidad que la FIFA reúna en su seno a más países que la ONU. Bill Shankly, manager del Liverpool, quizá tuviera razón cuando dijo que «el fútbol no es asunto de vida o muerte... ¡es mucho más importante que eso!». El fútbol es lo que parece. La vida en directo. Para bien y para mal.